Sentía una gran pereza ante la tediosa idea de entrar en un nuevo debate sobre el franquismo, tan manido y fuera de lugar, como es volver a hablar de hechos ya históricos y circunstancias de hace más de medio siglo, pertenecientes a un contexto social, político y económico muy diferente a este en el que hoy vivimos. No obstante, nos bombardean en tal medida con el asunto, que casi resulta obligado, aun con cierta improvisación, tener que salir al paso de algunos comentarios y opiniones, generalmente distorsionados, tanto por parte de quienes se vuelcan en resucitar y demonizar aquel periodo, como de la de quienes rebaten los argumentos derrotistas ensalzándolo hasta la deificación. Ni tanto, ni tan calvo.
En cualquier caso, quienes nacimos y vivimos nuestra infancia y primera juventud en los años -tardíos, pero todavía difíciles- de una posguerra cuyas circunstancias muchos jóvenes de hoy no pueden ni siquiera imaginar, tenemos un repertorio de elementos de juicio que nos permite hacer reflexiones desde el pragmatismo, con fundamento sólido y veraz, frente a tanto disparate indocumentado como hoy circula y se propaga en medios de comunicación y redes sociales.
Dice un viejo refrán español que cada cual cuenta la fiesta según le va. Sin embargo, un análisis serio obliga, en la medida de lo posible, a abstraerse de las experiencias personales, y hacer las reflexiones pertinentes desde una consideración serena que intente tomar cierta altura.
Del franquismo se puede hablar mal, regular, bien, o todo lo contrario. Depende de qué aspecto se elija como objeto de debate, y de si la fuente es uno mismo -testigo directo, cuando no protagonista, de situaciones de muy distinto tipo- o una referencia de oídas.
Hablar del franquismo obliga a referirse, por una parte, al nacional-catolicismo, en la medida que la vida religiosa y la política convivían en simbiosis permanente. Y por otra, al nacional-sindicalismo, por cuanto impregnaba la vida laboral y profesional, también con especial influencia en el ámbito social, a través de instituciones como “Auxilio Social” o la "Obra Sindical de Educación y Descanso”. Por otra parte, la vida laboral tenía, igualmente, conexiones religiosas, presentes en organizaciones como la “HOAC” (“Hermandades Obreras de Acción Católica”), en la que se infiltrarían no pocos simpatizantes de los ya clandestinos Partido Socialista Obrero Español y, sobre todo, Partido Comunista de España, que luego acabarían en Comisiones Obreras y UGT.
Religión y política, al unísono, ejercían una férrea censura que con los años se fue suavizando y que, en algunos casos, las mentes inteligentes sorteaban con picaresca e ingenio. La moral y las “buenas costumbres” venían impuestas desde el “aparato” político-religioso y saltarse las normas era situarse en el blanco de una diana en la que, cuando menos, significaba que se era sujeto de actitud “sospechosa”. Para católicos practicantes, el asunto no revestía demasiada importancia, salvo en casos extremos. Pero, para los no creyentes, o no practicantes, en muchas ocasiones suponía tener que ampliar las tragaderas para “comulgar con ruedas de molino”. No resultaba fácil disociar lo religioso de otros aspectos de la vida. La “sombra del pecado” siempre estaba latente en nuestras vidas y la Iglesia existía para recordarnos cómo redimir nuestras “faltas”. Era la época de las misas en latín y de espalda a los feligreses, casi como metáfora del trasfondo de una cierta realidad social.
La Iglesia pareciera que se sentía en deuda con el franquismo; algo real y entendible, si consideramos que Franco acudió en su rescate de la barbarie frentepopulista, que había iniciado contra ella una política de ataque y exterminio, casi próximos a un auténtico genocidio. Así pues, en los límites del simbolismo litúrgico no era extraño contemplar, no sin perplejidad, el espectáculo del caudillo bajo palio y vestido de militar, como si todo hubiera sucedido por la gracia de Dios, tal como rezaba el lema en las monedas de la época.
Franco unió a las fuerzas vivas poniéndolas a sus órdenes. Iglesia, Falange, JONS (Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista), Ejército y Requetés. Como símbolo de esa adhesión, él mismo diseñó su propio uniforme y aparecía con boina roja de requeté, camisa azul de falangista y pantalón caqui del ejército. Una nueva metáfora del aglutinamiento de todo el estado bajo su vara de mando.
Pero, dejando aparte las consideraciones acerca del histrionismo y la parafernalia estatal, que tan bien casaban con el boato clerical, el franquismo tuvo como principal característica el haberse erigido en bastión anticomunista, pues después de haber ganado una guerra, el temor de los vencedores era que se produjera la indeseable infiltración de elementos del bando perdedor -enemigos, en definitiva- que pudieran atacar desde dentro al nuevo estado emergente tras la victoria en la contienda. El tándem iglesia-estado nacional, enfrentado al comunismo, dio lugar a que la Guerra Civil fuera calificada de "cruzada anticomunista".
Con frecuencia, se aludía como frente amenazante, al llamado “contubernio judeo-masónico”; expresión que a muchos contestatarios les resultaba harto hilarante, pero que, analizada con cierta distancia temporal, y constatada en los informes de la inteligencia del aparato franquista, no dejaba de tener cierto fundamento.
Un aspecto importante que conviene tener en cuenta es que la victoria de los nacionales en la Guerra Civil nunca se hubiera podido alcanzar sin el apoyo de una parte mayoritaria de la población, que clamaba ante el caos y descontrol en el que el gobierno republicano del Frente Popular y la Guerra Civil habían dejado inmersa a España.
Los primeros años del franquismo coincidieron con la II Guerra Mundial y, aunque Franco mantenía buenas relaciones con los gobiernos de la Italia fascista y de la Alemania nacionalsocialista, que le habían mostrado su apoyo durante la Guerra Civil, supo esquivar la participación directa de España en la contienda internacional. Entre los argumentos disuasorios, inasumibles por Alemania (entre los que estaban el escenario de devastación tras la guerra, el desgaste moral de la población, la precariedad de las infraestructuras viarias, o el diferente ancho de vía férrea), España jugó con habilidad la concesión a Hitler del envío, al frente ruso, de la División Azul (aunque, como nación, España se posicionaría como estado “no beligerante”). Estos "voluntarios", oficialmente, no partieron en “apoyo” de la Alemania nazi, sino que su consideración se anunció como vanguardia que contribuyera a frenar y combatir el avance de la Rusia comunista, que había apoyado en España al bando republicano.
El aparato propagandístico de la España de Franco se movía para consolidar el nuevo régimen, que a su llegada al poder se encontró con unas arcas vacías, por el saqueo del tesoro español que el gobierno socialista llevó a cabo en el Banco de España, y sin prácticamente recursos para pagar la enorme deuda de la contienda.
Italia y Alemania habían aportado ayudas militares, pero el apoyo realmente efectivo fue el que las compañías norteamericanas Caltex y Texaco prestaron en combustible, merced a la gestión de su representante en España, José Antonio Álvarez Alonso; una garantía sin la cual el ejército nacional difícilmente hubiera podido alcanzar sus objetivos.
En su defensa frente al comunismo, España se posicionaba claramente del lado norteamericano. Eran ya los primeros años de la Guerra Fría y a Estados Unidos le interesaba blindar con bases militares el flanco sur de Europa. En ese contexto, el acuerdo bilateral entre los gobiernos de Franco y Eisenhower (con Vernon Walters como intérprete de excepción) encontró el camino diáfano para una larga y fructífera relación, pues para Franco, políticamente, suponía disponer del mejor respaldo internacional, además de una garantía de estabilidad. La “ayuda americana” no fue, ni con mucho, similar a las del Plan Marshall, pero sí se hizo algo visible en algunos puntos. Fue el caso del envío de alimentos pasteurizados que se distribuían en colegios públicos, o a través del Ejército y de Cruz Roja Española. La parte correspondiente al ámbito militar fue, prácticamente toda, material de enésima mano ya utilizado en la IIGM.
Lo más importante de la “ayuda americana” no fue la parte económica sino la política; el apoyo moral y político que Franco recibía del país más poderoso del mundo. Interiormente, España se debatía entre la precariedad y una economía incipiente en la que oficialmente se pugnaba por crear las infraestructuras para su futuro desarrollo. Pronto se inició la creación de una amplia red de pantanos que en la actualidad suponen gran alivio a los acuciantes problemas de sequía.
El aislamiento de España debido a la II Guerra Mundial tuvo importantes secuelas y ralentizó su reconstrucción hasta bien pasados los años cincuenta. Pero, los sucesivos planes de desarrollo fueron creando un tejido industrial, con la nada desdeñable participación de un organismo clave, el Instituto Nacional de Industria (INI), y la eficiente gestión de una serie de ministros popularmente conocidos como los “tecnócratas” (con Gregorio López Bravo y Laureano López Rodó como nombres más representativos). Todo ello contribuyó poco a poco a ir poniendo España en el mapa, de nuevo. Pero, era mucho lo que había por hacer, y pocos los recursos. No obstante, la reconstrucción avanzaba y, aunque más lentamente de lo deseable, los resultados se iban viendo. Basta con repasar algunos ejemplos.
Una amplia obra social con la atención ambulatoria y hospitalaria como estandartes (que, desafortunadamente, fue llamada “18 de julio”, en conmemoración de la fecha del alzamiento nacional) proporcionaba asistencia sanitaria y seguridad médica a todos los trabajadores. Igualmente, el Plan Nacional de la Vivienda dio techo y ayudas para que miles de familias dispusieran de un hogar digno. Seguramente, dicho plan fue el más amplio y duradero que jamás haya tenido España en este ámbito. Aún pueden verse las placas identificativas en los edificios residenciales levantados a su amparo.
Por otra parte, el Instituto Nacional de Colonización, se ocupaba de la España rural, creando nuevos pueblos que paliaran la despoblación e impulsando el intento de racionalización y mejora de la producción agrícola. En este ámbito, se creó también el Servicio Nacional del Trigo.
Todos los pequeños avances de aquel régimen tenían su contrapunto en los recortes en materia de libertad de expresión, especialmente, en cuanto afectara al ámbito político. Salirse de la línea marcada por la “Revolución Nacional Sindicalista”, era sinónimo de cosechar problemas. El pensamiento único estaba totalmente instalado en todo el país, y las fuerzas vivas (Policía Armada, Guardia Civil y, en otro orden, Falange Española de las FET y de las JONS) se encargaban de su vigilancia y mantenimiento.
A través de la Falange, la mujer podía acceder tímidamente a la política desde la “Sección Femenina”, siempre y cuando fuera afecta al régimen. También el Frente de Juventudes y la Organización Juvenil Española eran las vías para que los más jóvenes accedieran a la Falange, y de ahí a la política. No obstante, en la FET, se produjeron señaladas disidencias que crearon serias tensiones con el aparato gubernamental, pero que, finalmente, el rodillo estatal eclipsó por completo. Por lo demás, si uno no se involucraba en contestar ese pensamiento, la vida cotidiana discurría dentro de una aparente “normalidad” que fue publicitada como “paz” con sucesivas campañas propagandísticas conmemorativas divulgadas “a bombo y platillo”. La gente no se metía en política y esa era la clave de su “tranquilidad”.
La base legislativa se encontraba en los Principios Fundamentales del Movimiento, el Fuero de los Españoles y el Fuero del Trabajo. De ella emanaban un buen número de derechos y obligaciones de los ciudadanos y una efectiva protección de los trabajadores, que pese a estar en un mismo sindicato (vertical) con empresarios, veían fuertemente defendidos sus derechos a través de los Enlaces Sindicales, Jurados de Empresa y de las Magistraturas de Trabajo, que ejercían de garantes. El despido libre era prácticamente inexistente, aunque no existía el derecho a la huelga, que era visto como un atentado contra el régimen. Una parte de la Constitución Española de 1978 parece inspirada en aquellas leyes.
Franco tenía una idea muy personal de la democracia, a la que denominó “democracia orgánica”; expresión que daría lugar a más de un chascarrillo. La representación a las Cortes Generales se ejercía a través de los Procuradores, que eran elegidos por las
vías familiar e institucional. De facto, no era tanto un sistema realmente tan supuestamente democrático, como de “libre designación”. No existían los partidos políticos (salvo el partido único), ni libertad de asociación. El sistema revestía las características de una dictatocracia, que se distinguía por el totalitarismo, lo cual en los primeros años fue bien recibido por una mayoría de población. En los años ‘60, aun cuando con algunos núcleos de contestación, España seguía siendo mayoritariamente conformista con aquel régimen. Y justo es reconocer que los gobiernos “tecnócratas” de la época, cuyos ministros tenían indiscutible talla política, lograron grandes avances en el ámbito económico.
Sin embargo, en las postrimerías del franquismo, un creciente sector de la población clamaba ya por el cambio político. El primer paso fue la apertura para que se crearan Asociaciones Políticas. A ello siguieron los partidos y, tras la muerte de Franco, la subsiguiente legalización de los que estaban en la clandestinidad.
El franquismo contó con personajes de gran capacidad, inteligencia y talla política, que pusieron los intereses de España por delante de todos los demás. Sirvan como ejemplo, las figuras de Torcuato Fernández Miranda, Adolfo Suárez, o Miguel Primo de Rivera. Sin ellos, no hubiera sido posible la transición. Su diseño de la Transición (de la Ley a la Ley), fue ratificado por las Cortes franquistas, que como se dice popularmente se hicieron el “harakiri” para hacer posible la democracia actual.
En definitiva, guste o no, tanto a unos como a otros, desaparecido Franco, el franquismo se extinguió; evolucionó a la democracia merced a leyes promulgadas por el propio régimen y sus seguidores. Esa es una realidad incuestionable. Durante el franquismo, España mantuvo una estabilidad y un primer impulso económico que fueron decisivos para el desarrollo definitivo alcanzado a lo largo de la Transición, con la madurez de la democracia, y con la plena integración en la Comunidad Europea.
Así pues, la Historia es la que es, y su análisis no puede ser hecho sin tener en cuenta el contexto social, político y económico del momento y lugar, tanto en el entorno nacional como en el internacional, así como las circunstancias concurrentes en cada instante. La Constitución Española de 1978 selló para la Historia el relato de los cuatro decenios precedentes; un periodo gris para unos y color pastel para otros, pero lo cierto es que sin ese periodo, la Historia se hubiera escrito de forma diferente y pese a los aspectos más deplorables de aquel régimen, nada apunta a que, con otros acontecimientos, el futuro de España hubiera podido ser mejor. En cualquier caso, se impone asumir nuestra Historia sin complejos ni rencores; mirando hacia adelante, y dejando a los difuntos yacer en paz. Aprender del pasado y abrazar la concordia es, pues, de imperiosa necesidad para que los episodios más tristes no tengan réplica en el presente ni en el futuro. A pesar de (o gracias a) las luces y sombras de los últimos dos siglos, España sigue siendo un gran país y los españoles un gran pueblo; tengámoslo en cuenta y no nos engañemos a nosotros mismos.Sentía una gran pereza ante la tediosa idea de entrar en un nuevo debate sobre el franquismo, tan manido y fuera de lugar, como es volver a hablar de hechos ya históricos y circunstancias de hace más de medio siglo, pertenecientes a un contexto social, político y económico muy diferente a este en el que hoy vivimos. No obstante, nos bombardean en tal medida con el asunto, que casi resulta obligado, aun con cierta improvisación, tener que salir al paso de algunos comentarios y opiniones, generalmente distorsionados, tanto por parte de quienes se vuelcan en resucitar y demonizar aquel periodo, como de la de quienes rebaten los argumentos derrotistas ensalzándolo hasta la deificación. Ni tanto, ni tan calvo.
En cualquier caso, quienes nacimos y vivimos nuestra infancia y primera juventud en los años -tardíos, pero todavía difíciles- de una posguerra cuyas circunstancias muchos jóvenes de hoy no pueden ni siquiera imaginar, tenemos un repertorio de elementos de juicio que nos permite hacer reflexiones desde el pragmatismo, con fundamento sólido y veraz, frente a tanto disparate indocumentado como hoy circula y se propaga en medios de comunicación y redes sociales.
Dice un viejo refrán español que cada cual cuenta la fiesta según le va. Sin embargo, un análisis serio obliga, en la medida de lo posible, a abstraerse de las experiencias personales, y hacer las reflexiones pertinentes desde una consideración serena que intente tomar cierta altura.
Del franquismo se puede hablar mal, regular, bien, o todo lo contrario. Depende de qué aspecto se elija como objeto de debate, y de si la fuente es uno mismo -testigo directo, cuando no protagonista, de situaciones de muy distinto tipo- o una referencia de oídas.
Hablar del franquismo obliga a referirse, por una parte, al nacional-catolicismo, en la medida que la vida religiosa y la política convivían en simbiosis permanente. Y por otra, al nacional-sindicalismo, por cuanto impregnaba la vida laboral y profesional, también con especial influencia en el ámbito social, a través de instituciones como “Auxilio Social” o la "Obra Sindical de Educación y Descanso”. Por otra parte, la vida laboral tenía, igualmente, conexiones religiosas, presentes en organizaciones como la “HOAC” (“Hermandades Obreras de Acción Católica”), en la que se infiltrarían no pocos simpatizantes de los ya clandestinos Partido Socialista Obrero Español y, sobre todo, Partido Comunista de España, que luego acabarían en Comisiones Obreras y UGT.
Religión y política, al unísono, ejercían una férrea censura que con los años se fue suavizando y que, en algunos casos, las mentes inteligentes sorteaban con picaresca e ingenio. La moral y las “buenas costumbres” venían impuestas desde el “aparato” político-religioso y saltarse las normas era situarse en el blanco de una diana en la que, cuando menos, significaba que se era sujeto de actitud “sospechosa”. Para católicos practicantes, el asunto no revestía demasiada importancia, salvo en casos extremos. Pero, para los no creyentes, o no practicantes, en muchas ocasiones suponía tener que ampliar las tragaderas para “comulgar con ruedas de molino”. No resultaba fácil disociar lo religioso de otros aspectos de la vida. La “sombra del pecado” siempre estaba latente en nuestras vidas y la Iglesia existía para recordarnos cómo redimir nuestras “faltas”. Era la época de las misas en latín y de espalda a los feligreses, casi como metáfora del trasfondo de una cierta realidad social.
La Iglesia pareciera que se sentía en deuda con el franquismo; algo real y entendible, si consideramos que Franco acudió en su rescate de la barbarie frentepopulista, que había iniciado contra ella una política de ataque y exterminio, casi próximos a un auténtico genocidio. Así pues, en los límites del simbolismo litúrgico no era extraño contemplar, no sin perplejidad, el espectáculo del caudillo bajo palio y vestido de militar, como si todo hubiera sucedido por la gracia de Dios, tal como rezaba el lema en las monedas de la época.
Franco unió a las fuerzas vivas poniéndolas a sus órdenes. Iglesia, Falange, JONS (Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista), Ejército y Requetés. Como símbolo de esa adhesión, él mismo diseñó su propio uniforme y aparecía con boina roja de requeté, camisa azul de falangista y pantalón caqui del ejército. Una nueva metáfora del aglutinamiento de todo el estado bajo su vara de mando.
Pero, dejando aparte las consideraciones acerca del histrionismo y la parafernalia estatal, que tan bien casaban con el boato clerical, el franquismo tuvo como principal característica el haberse erigido en bastión anticomunista, pues después de haber ganado una guerra, el temor de los vencedores era que se produjera la indeseable infiltración de elementos del bando perdedor -enemigos, en definitiva- que pudieran atacar desde dentro al nuevo estado emergente tras la victoria en la contienda. El tándem iglesia-estado nacional, enfrentado al comunismo, dio lugar a que la Guerra Civil fuera calificada de "cruzada anticomunista".
Con frecuencia, se aludía como frente amenazante, al llamado “contubernio judeo-masónico”; expresión que a muchos contestatarios les resultaba harto hilarante, pero que, analizada con cierta distancia temporal, y constatada en los informes de la inteligencia del aparato franquista, no dejaba de tener cierto fundamento.
Un aspecto importante que conviene tener en cuenta es que la victoria de los nacionales en la Guerra Civil nunca se hubiera podido alcanzar sin el apoyo de una parte mayoritaria de la población, que clamaba ante el caos y descontrol en el que el gobierno republicano del Frente Popular y la Guerra Civil habían dejado inmersa a España.
Los primeros años del franquismo coincidieron con la II Guerra Mundial y, aunque Franco mantenía buenas relaciones con los gobiernos de la Italia fascista y de la Alemania nacionalsocialista, que le habían mostrado su apoyo durante la Guerra Civil, supo esquivar la participación directa de España en la contienda internacional. Entre los argumentos disuasorios, inasumibles por Alemania (entre los que estaban el escenario de devastación tras la guerra, el desgaste moral de la población, la precariedad de las infraestructuras viarias, o el diferente ancho de vía férrea), España jugó con habilidad la concesión a Hitler del envío, al frente ruso, de la División Azul (aunque, como nación, España se posicionaría como estado “no beligerante”). Estos "voluntarios", oficialmente, no partieron en “apoyo” de la Alemania nazi, sino que su consideración se anunció como vanguardia que contribuyera a frenar y combatir el avance de la Rusia comunista, que había apoyado en España al bando republicano.
El aparato propagandístico de la España de Franco se movía para consolidar el nuevo régimen, que a su llegada al poder se encontró con unas arcas vacías, por el saqueo del tesoro español que el gobierno socialista llevó a cabo en el Banco de España, y sin prácticamente recursos para pagar la enorme deuda de la contienda.
Italia y Alemania habían aportado ayudas militares, pero el apoyo realmente efectivo fue el que las compañías norteamericanas Caltex y Texaco prestaron en combustible, merced a la gestión de su representante en España, José Antonio Álvarez Alonso; una garantía sin la cual el ejército nacional difícilmente hubiera podido alcanzar sus objetivos.
En su defensa frente al comunismo, España se posicionaba claramente del lado norteamericano. Eran ya los primeros años de la Guerra Fría y a Estados Unidos le interesaba blindar con bases militares el flanco sur de Europa. En ese contexto, el acuerdo bilateral entre los gobiernos de Franco y Eisenhower (con Vernon Walters como intérprete de excepción) encontró el camino diáfano para una larga y fructífera relación, pues para Franco, políticamente, suponía disponer del mejor respaldo internacional, además de una garantía de estabilidad. La “ayuda americana” no fue, ni con mucho, similar a las del Plan Marshall, pero sí se hizo algo visible en algunos puntos. Fue el caso del envío de alimentos pasteurizados que se distribuían en colegios públicos, o a través del Ejército y de Cruz Roja Española. La parte correspondiente al ámbito militar fue, prácticamente toda, material de enésima mano ya utilizado en la IIGM.
Lo más importante de la “ayuda americana” no fue la parte económica sino la política; el apoyo moral y político que Franco recibía del país más poderoso del mundo. Interiormente, España se debatía entre la precariedad y una economía incipiente en la que oficialmente se pugnaba por crear las infraestructuras para su futuro desarrollo. Pronto se inició la creación de una amplia red de pantanos que en la actualidad suponen gran alivio a los acuciantes problemas de sequía.
El aislamiento de España debido a la II Guerra Mundial tuvo importantes secuelas y ralentizó su reconstrucción hasta bien pasados los años cincuenta. Pero, los sucesivos planes de desarrollo fueron creando un tejido industrial, con la nada desdeñable participación de un organismo clave, el Instituto Nacional de Industria (INI), y la eficiente gestión de una serie de ministros popularmente conocidos como los “tecnócratas” (con Gregorio López Bravo y Laureano López Rodó como nombres más representativos). Todo ello contribuyó poco a poco a ir poniendo España en el mapa, de nuevo. Pero, era mucho lo que había por hacer, y pocos los recursos. No obstante, la reconstrucción avanzaba y, aunque más lentamente de lo deseable, los resultados se iban viendo. Basta con repasar algunos ejemplos.
Una amplia obra social con la atención ambulatoria y hospitalaria como estandartes (que, desafortunadamente, fue llamada “18 de julio”, en conmemoración de la fecha del alzamiento nacional) proporcionaba asistencia sanitaria y seguridad médica a todos los trabajadores. Igualmente, el Plan Nacional de la Vivienda dio techo y ayudas para que miles de familias dispusieran de un hogar digno. Seguramente, dicho plan fue el más amplio y duradero que jamás haya tenido España en este ámbito. Aún pueden verse las placas identificativas en los edificios residenciales levantados a su amparo.
Por otra parte, el Instituto Nacional de Colonización, se ocupaba de la España rural, creando nuevos pueblos que paliaran la despoblación e impulsando el intento de racionalización y mejora de la producción agrícola. En este ámbito, se creó también el Servicio Nacional del Trigo.
Todos los pequeños avances de aquel régimen tenían su contrapunto en los recortes en materia de libertad de expresión, especialmente, en cuanto afectara al ámbito político. Salirse de la línea marcada por la “Revolución Nacional Sindicalista”, era sinónimo de cosechar problemas. El pensamiento único estaba totalmente instalado en todo el país, y las fuerzas vivas (Policía Armada, Guardia Civil y, en otro orden, Falange Española de las FET y de las JONS) se encargaban de su vigilancia y mantenimiento.
A través de la Falange, la mujer podía acceder tímidamente a la política desde la “Sección Femenina”, siempre y cuando fuera afecta al régimen. También el Frente de Juventudes y la Organización Juvenil Española eran las vías para que los más jóvenes accedieran a la Falange, y de ahí a la política. No obstante, en la FET, se produjeron señaladas disidencias que crearon serias tensiones con el aparato gubernamental, pero que, finalmente, el rodillo estatal eclipsó por completo. Por lo demás, si uno no se involucraba en contestar ese pensamiento, la vida cotidiana discurría dentro de una aparente “normalidad” que fue publicitada como “paz” con sucesivas campañas propagandísticas conmemorativas divulgadas “a bombo y platillo”. La gente no se metía en política y esa era la clave de su “tranquilidad”.
La base legislativa se encontraba en los Principios Fundamentales del Movimiento, el Fuero de los Españoles y el Fuero del Trabajo. De ella emanaban un buen número de derechos y obligaciones de los ciudadanos y una efectiva protección de los trabajadores, que pese a estar en un mismo sindicato (vertical) con empresarios, veían fuertemente defendidos sus derechos a través de los Enlaces Sindicales, Jurados de Empresa y de las Magistraturas de Trabajo, que ejercían de garantes. El despido libre era prácticamente inexistente, aunque no existía el derecho a la huelga, que era visto como un atentado contra el régimen. Una parte de la Constitución Española de 1978 parece inspirada en aquellas leyes.
Franco tenía una idea muy personal de la democracia, a la que denominó “democracia orgánica”; expresión que daría lugar a más de un chascarrillo. La representación a las Cortes Generales se ejercía a través de los Procuradores, que eran elegidos por las
vías familiar e institucional. De facto, no era tanto un sistema realmente tan supuestamente democrático, como de “libre designación”. No existían los partidos políticos (salvo el partido único), ni libertad de asociación. El sistema revestía las características de una dictatocracia, que se distinguía por el totalitarismo, lo cual en los primeros años fue bien recibido por una mayoría de población. En los años ‘60, aun cuando con algunos núcleos de contestación, España seguía siendo mayoritariamente conformista con aquel régimen. Y justo es reconocer que los gobiernos “tecnócratas” de la época, cuyos ministros tenían indiscutible talla política, lograron grandes avances en el ámbito económico.
Sin embargo, en las postrimerías del franquismo, un creciente sector de la población clamaba ya por el cambio político. El primer paso fue la apertura para que se crearan Asociaciones Políticas. A ello siguieron los partidos y, tras la muerte de Franco, la subsiguiente legalización de los que estaban en la clandestinidad.
El franquismo contó con personajes de gran capacidad, inteligencia y talla política, que pusieron los intereses de España por delante de todos los demás. Sirvan como ejemplo, las figuras de Torcuato Fernández Miranda, Adolfo Suárez, o Miguel Primo de Rivera. Sin ellos, no hubiera sido posible la transición. Su diseño de la Transición (de la Ley a la Ley), fue ratificado por las Cortes franquistas, que como se dice popularmente se hicieron el “harakiri” para hacer posible la democracia actual.
En definitiva, guste o no, tanto a unos como a otros, desaparecido Franco, el franquismo se extinguió; evolucionó a la democracia merced a leyes promulgadas por el propio régimen y sus seguidores. Esa es una realidad incuestionable. Durante el franquismo, España mantuvo una estabilidad y un primer impulso económico que fueron decisivos para el desarrollo definitivo alcanzado a lo largo de la Transición, con la madurez de la democracia, y con la plena integración en la Comunidad Europea.
Así pues, la Historia es la que es, y su análisis no puede ser hecho sin tener en cuenta el contexto social, político y económico del momento y lugar, tanto en el entorno nacional como en el internacional, así como las circunstancias concurrentes en cada instante. La Constitución Española de 1978 selló para la Historia el relato de los cuatro decenios precedentes; un periodo gris para unos y color pastel para otros, pero lo cierto es que sin ese periodo, la Historia se hubiera escrito de forma diferente y pese a los aspectos más deplorables de aquel régimen, nada apunta a que, con otros acontecimientos, el futuro de España hubiera podido ser mejor. En cualquier caso, se impone asumir nuestra Historia sin complejos ni rencores; mirando hacia adelante, y dejando a los difuntos yacer en paz. Aprender del pasado y abrazar la concordia es, pues, de imperiosa necesidad para que los episodios más tristes no tengan réplica en el presente ni en el futuro. A pesar de (o gracias a) las luces y sombras de los últimos dos siglos, España sigue siendo un gran país y los españoles un gran pueblo; tengámoslo en cuenta y no nos engañemos a nosotros mismos.
En cualquier caso, quienes nacimos y vivimos nuestra infancia y primera juventud en los años -tardíos, pero todavía difíciles- de una posguerra cuyas circunstancias muchos jóvenes de hoy no pueden ni siquiera imaginar, tenemos un repertorio de elementos de juicio que nos permite hacer reflexiones desde el pragmatismo, con fundamento sólido y veraz, frente a tanto disparate indocumentado como hoy circula y se propaga en medios de comunicación y redes sociales.
Dice un viejo refrán español que cada cual cuenta la fiesta según le va. Sin embargo, un análisis serio obliga, en la medida de lo posible, a abstraerse de las experiencias personales, y hacer las reflexiones pertinentes desde una consideración serena que intente tomar cierta altura.
Del franquismo se puede hablar mal, regular, bien, o todo lo contrario. Depende de qué aspecto se elija como objeto de debate, y de si la fuente es uno mismo -testigo directo, cuando no protagonista, de situaciones de muy distinto tipo- o una referencia de oídas.
Hablar del franquismo obliga a referirse, por una parte, al nacional-catolicismo, en la medida que la vida religiosa y la política convivían en simbiosis permanente. Y por otra, al nacional-sindicalismo, por cuanto impregnaba la vida laboral y profesional, también con especial influencia en el ámbito social, a través de instituciones como “Auxilio Social” o la "Obra Sindical de Educación y Descanso”. Por otra parte, la vida laboral tenía, igualmente, conexiones religiosas, presentes en organizaciones como la “HOAC” (“Hermandades Obreras de Acción Católica”), en la que se infiltrarían no pocos simpatizantes de los ya clandestinos Partido Socialista Obrero Español y, sobre todo, Partido Comunista de España, que luego acabarían en Comisiones Obreras y UGT.
Religión y política, al unísono, ejercían una férrea censura que con los años se fue suavizando y que, en algunos casos, las mentes inteligentes sorteaban con picaresca e ingenio. La moral y las “buenas costumbres” venían impuestas desde el “aparato” político-religioso y saltarse las normas era situarse en el blanco de una diana en la que, cuando menos, significaba que se era sujeto de actitud “sospechosa”. Para católicos practicantes, el asunto no revestía demasiada importancia, salvo en casos extremos. Pero, para los no creyentes, o no practicantes, en muchas ocasiones suponía tener que ampliar las tragaderas para “comulgar con ruedas de molino”. No resultaba fácil disociar lo religioso de otros aspectos de la vida. La “sombra del pecado” siempre estaba latente en nuestras vidas y la Iglesia existía para recordarnos cómo redimir nuestras “faltas”. Era la época de las misas en latín y de espalda a los feligreses, casi como metáfora del trasfondo de una cierta realidad social.
La Iglesia pareciera que se sentía en deuda con el franquismo; algo real y entendible, si consideramos que Franco acudió en su rescate de la barbarie frentepopulista, que había iniciado contra ella una política de ataque y exterminio, casi próximos a un auténtico genocidio. Así pues, en los límites del simbolismo litúrgico no era extraño contemplar, no sin perplejidad, el espectáculo del caudillo bajo palio y vestido de militar, como si todo hubiera sucedido por la gracia de Dios, tal como rezaba el lema en las monedas de la época.
Franco unió a las fuerzas vivas poniéndolas a sus órdenes. Iglesia, Falange, JONS (Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista), Ejército y Requetés. Como símbolo de esa adhesión, él mismo diseñó su propio uniforme y aparecía con boina roja de requeté, camisa azul de falangista y pantalón caqui del ejército. Una nueva metáfora del aglutinamiento de todo el estado bajo su vara de mando.
Pero, dejando aparte las consideraciones acerca del histrionismo y la parafernalia estatal, que tan bien casaban con el boato clerical, el franquismo tuvo como principal característica el haberse erigido en bastión anticomunista, pues después de haber ganado una guerra, el temor de los vencedores era que se produjera la indeseable infiltración de elementos del bando perdedor -enemigos, en definitiva- que pudieran atacar desde dentro al nuevo estado emergente tras la victoria en la contienda. El tándem iglesia-estado nacional, enfrentado al comunismo, dio lugar a que la Guerra Civil fuera calificada de "cruzada anticomunista".
Con frecuencia, se aludía como frente amenazante, al llamado “contubernio judeo-masónico”; expresión que a muchos contestatarios les resultaba harto hilarante, pero que, analizada con cierta distancia temporal, y constatada en los informes de la inteligencia del aparato franquista, no dejaba de tener cierto fundamento.
Un aspecto importante que conviene tener en cuenta es que la victoria de los nacionales en la Guerra Civil nunca se hubiera podido alcanzar sin el apoyo de una parte mayoritaria de la población, que clamaba ante el caos y descontrol en el que el gobierno republicano del Frente Popular y la Guerra Civil habían dejado inmersa a España.
Los primeros años del franquismo coincidieron con la II Guerra Mundial y, aunque Franco mantenía buenas relaciones con los gobiernos de la Italia fascista y de la Alemania nacionalsocialista, que le habían mostrado su apoyo durante la Guerra Civil, supo esquivar la participación directa de España en la contienda internacional. Entre los argumentos disuasorios, inasumibles por Alemania (entre los que estaban el escenario de devastación tras la guerra, el desgaste moral de la población, la precariedad de las infraestructuras viarias, o el diferente ancho de vía férrea), España jugó con habilidad la concesión a Hitler del envío, al frente ruso, de la División Azul (aunque, como nación, España se posicionaría como estado “no beligerante”). Estos "voluntarios", oficialmente, no partieron en “apoyo” de la Alemania nazi, sino que su consideración se anunció como vanguardia que contribuyera a frenar y combatir el avance de la Rusia comunista, que había apoyado en España al bando republicano.
El aparato propagandístico de la España de Franco se movía para consolidar el nuevo régimen, que a su llegada al poder se encontró con unas arcas vacías, por el saqueo del tesoro español que el gobierno socialista llevó a cabo en el Banco de España, y sin prácticamente recursos para pagar la enorme deuda de la contienda.
Italia y Alemania habían aportado ayudas militares, pero el apoyo realmente efectivo fue el que las compañías norteamericanas Caltex y Texaco prestaron en combustible, merced a la gestión de su representante en España, José Antonio Álvarez Alonso; una garantía sin la cual el ejército nacional difícilmente hubiera podido alcanzar sus objetivos.
En su defensa frente al comunismo, España se posicionaba claramente del lado norteamericano. Eran ya los primeros años de la Guerra Fría y a Estados Unidos le interesaba blindar con bases militares el flanco sur de Europa. En ese contexto, el acuerdo bilateral entre los gobiernos de Franco y Eisenhower (con Vernon Walters como intérprete de excepción) encontró el camino diáfano para una larga y fructífera relación, pues para Franco, políticamente, suponía disponer del mejor respaldo internacional, además de una garantía de estabilidad. La “ayuda americana” no fue, ni con mucho, similar a las del Plan Marshall, pero sí se hizo algo visible en algunos puntos. Fue el caso del envío de alimentos pasteurizados que se distribuían en colegios públicos, o a través del Ejército y de Cruz Roja Española. La parte correspondiente al ámbito militar fue, prácticamente toda, material de enésima mano ya utilizado en la IIGM.
Lo más importante de la “ayuda americana” no fue la parte económica sino la política; el apoyo moral y político que Franco recibía del país más poderoso del mundo. Interiormente, España se debatía entre la precariedad y una economía incipiente en la que oficialmente se pugnaba por crear las infraestructuras para su futuro desarrollo. Pronto se inició la creación de una amplia red de pantanos que en la actualidad suponen gran alivio a los acuciantes problemas de sequía.
El aislamiento de España debido a la II Guerra Mundial tuvo importantes secuelas y ralentizó su reconstrucción hasta bien pasados los años cincuenta. Pero, los sucesivos planes de desarrollo fueron creando un tejido industrial, con la nada desdeñable participación de un organismo clave, el Instituto Nacional de Industria (INI), y la eficiente gestión de una serie de ministros popularmente conocidos como los “tecnócratas” (con Gregorio López Bravo y Laureano López Rodó como nombres más representativos). Todo ello contribuyó poco a poco a ir poniendo España en el mapa, de nuevo. Pero, era mucho lo que había por hacer, y pocos los recursos. No obstante, la reconstrucción avanzaba y, aunque más lentamente de lo deseable, los resultados se iban viendo. Basta con repasar algunos ejemplos.
Una amplia obra social con la atención ambulatoria y hospitalaria como estandartes (que, desafortunadamente, fue llamada “18 de julio”, en conmemoración de la fecha del alzamiento nacional) proporcionaba asistencia sanitaria y seguridad médica a todos los trabajadores. Igualmente, el Plan Nacional de la Vivienda dio techo y ayudas para que miles de familias dispusieran de un hogar digno. Seguramente, dicho plan fue el más amplio y duradero que jamás haya tenido España en este ámbito. Aún pueden verse las placas identificativas en los edificios residenciales levantados a su amparo.
Por otra parte, el Instituto Nacional de Colonización, se ocupaba de la España rural, creando nuevos pueblos que paliaran la despoblación e impulsando el intento de racionalización y mejora de la producción agrícola. En este ámbito, se creó también el Servicio Nacional del Trigo.
Todos los pequeños avances de aquel régimen tenían su contrapunto en los recortes en materia de libertad de expresión, especialmente, en cuanto afectara al ámbito político. Salirse de la línea marcada por la “Revolución Nacional Sindicalista”, era sinónimo de cosechar problemas. El pensamiento único estaba totalmente instalado en todo el país, y las fuerzas vivas (Policía Armada, Guardia Civil y, en otro orden, Falange Española de las FET y de las JONS) se encargaban de su vigilancia y mantenimiento.
A través de la Falange, la mujer podía acceder tímidamente a la política desde la “Sección Femenina”, siempre y cuando fuera afecta al régimen. También el Frente de Juventudes y la Organización Juvenil Española eran las vías para que los más jóvenes accedieran a la Falange, y de ahí a la política. No obstante, en la FET, se produjeron señaladas disidencias que crearon serias tensiones con el aparato gubernamental, pero que, finalmente, el rodillo estatal eclipsó por completo. Por lo demás, si uno no se involucraba en contestar ese pensamiento, la vida cotidiana discurría dentro de una aparente “normalidad” que fue publicitada como “paz” con sucesivas campañas propagandísticas conmemorativas divulgadas “a bombo y platillo”. La gente no se metía en política y esa era la clave de su “tranquilidad”.
La base legislativa se encontraba en los Principios Fundamentales del Movimiento, el Fuero de los Españoles y el Fuero del Trabajo. De ella emanaban un buen número de derechos y obligaciones de los ciudadanos y una efectiva protección de los trabajadores, que pese a estar en un mismo sindicato (vertical) con empresarios, veían fuertemente defendidos sus derechos a través de los Enlaces Sindicales, Jurados de Empresa y de las Magistraturas de Trabajo, que ejercían de garantes. El despido libre era prácticamente inexistente, aunque no existía el derecho a la huelga, que era visto como un atentado contra el régimen. Una parte de la Constitución Española de 1978 parece inspirada en aquellas leyes.
Franco tenía una idea muy personal de la democracia, a la que denominó “democracia orgánica”; expresión que daría lugar a más de un chascarrillo. La representación a las Cortes Generales se ejercía a través de los Procuradores, que eran elegidos por las
vías familiar e institucional. De facto, no era tanto un sistema realmente tan supuestamente democrático, como de “libre designación”. No existían los partidos políticos (salvo el partido único), ni libertad de asociación. El sistema revestía las características de una dictatocracia, que se distinguía por el totalitarismo, lo cual en los primeros años fue bien recibido por una mayoría de población. En los años ‘60, aun cuando con algunos núcleos de contestación, España seguía siendo mayoritariamente conformista con aquel régimen. Y justo es reconocer que los gobiernos “tecnócratas” de la época, cuyos ministros tenían indiscutible talla política, lograron grandes avances en el ámbito económico.
Sin embargo, en las postrimerías del franquismo, un creciente sector de la población clamaba ya por el cambio político. El primer paso fue la apertura para que se crearan Asociaciones Políticas. A ello siguieron los partidos y, tras la muerte de Franco, la subsiguiente legalización de los que estaban en la clandestinidad.
El franquismo contó con personajes de gran capacidad, inteligencia y talla política, que pusieron los intereses de España por delante de todos los demás. Sirvan como ejemplo, las figuras de Torcuato Fernández Miranda, Adolfo Suárez, o Miguel Primo de Rivera. Sin ellos, no hubiera sido posible la transición. Su diseño de la Transición (de la Ley a la Ley), fue ratificado por las Cortes franquistas, que como se dice popularmente se hicieron el “harakiri” para hacer posible la democracia actual.
En definitiva, guste o no, tanto a unos como a otros, desaparecido Franco, el franquismo se extinguió; evolucionó a la democracia merced a leyes promulgadas por el propio régimen y sus seguidores. Esa es una realidad incuestionable. Durante el franquismo, España mantuvo una estabilidad y un primer impulso económico que fueron decisivos para el desarrollo definitivo alcanzado a lo largo de la Transición, con la madurez de la democracia, y con la plena integración en la Comunidad Europea.
Así pues, la Historia es la que es, y su análisis no puede ser hecho sin tener en cuenta el contexto social, político y económico del momento y lugar, tanto en el entorno nacional como en el internacional, así como las circunstancias concurrentes en cada instante. La Constitución Española de 1978 selló para la Historia el relato de los cuatro decenios precedentes; un periodo gris para unos y color pastel para otros, pero lo cierto es que sin ese periodo, la Historia se hubiera escrito de forma diferente y pese a los aspectos más deplorables de aquel régimen, nada apunta a que, con otros acontecimientos, el futuro de España hubiera podido ser mejor. En cualquier caso, se impone asumir nuestra Historia sin complejos ni rencores; mirando hacia adelante, y dejando a los difuntos yacer en paz. Aprender del pasado y abrazar la concordia es, pues, de imperiosa necesidad para que los episodios más tristes no tengan réplica en el presente ni en el futuro. A pesar de (o gracias a) las luces y sombras de los últimos dos siglos, España sigue siendo un gran país y los españoles un gran pueblo; tengámoslo en cuenta y no nos engañemos a nosotros mismos.Sentía una gran pereza ante la tediosa idea de entrar en un nuevo debate sobre el franquismo, tan manido y fuera de lugar, como es volver a hablar de hechos ya históricos y circunstancias de hace más de medio siglo, pertenecientes a un contexto social, político y económico muy diferente a este en el que hoy vivimos. No obstante, nos bombardean en tal medida con el asunto, que casi resulta obligado, aun con cierta improvisación, tener que salir al paso de algunos comentarios y opiniones, generalmente distorsionados, tanto por parte de quienes se vuelcan en resucitar y demonizar aquel periodo, como de la de quienes rebaten los argumentos derrotistas ensalzándolo hasta la deificación. Ni tanto, ni tan calvo.
En cualquier caso, quienes nacimos y vivimos nuestra infancia y primera juventud en los años -tardíos, pero todavía difíciles- de una posguerra cuyas circunstancias muchos jóvenes de hoy no pueden ni siquiera imaginar, tenemos un repertorio de elementos de juicio que nos permite hacer reflexiones desde el pragmatismo, con fundamento sólido y veraz, frente a tanto disparate indocumentado como hoy circula y se propaga en medios de comunicación y redes sociales.
Dice un viejo refrán español que cada cual cuenta la fiesta según le va. Sin embargo, un análisis serio obliga, en la medida de lo posible, a abstraerse de las experiencias personales, y hacer las reflexiones pertinentes desde una consideración serena que intente tomar cierta altura.
Del franquismo se puede hablar mal, regular, bien, o todo lo contrario. Depende de qué aspecto se elija como objeto de debate, y de si la fuente es uno mismo -testigo directo, cuando no protagonista, de situaciones de muy distinto tipo- o una referencia de oídas.
Hablar del franquismo obliga a referirse, por una parte, al nacional-catolicismo, en la medida que la vida religiosa y la política convivían en simbiosis permanente. Y por otra, al nacional-sindicalismo, por cuanto impregnaba la vida laboral y profesional, también con especial influencia en el ámbito social, a través de instituciones como “Auxilio Social” o la "Obra Sindical de Educación y Descanso”. Por otra parte, la vida laboral tenía, igualmente, conexiones religiosas, presentes en organizaciones como la “HOAC” (“Hermandades Obreras de Acción Católica”), en la que se infiltrarían no pocos simpatizantes de los ya clandestinos Partido Socialista Obrero Español y, sobre todo, Partido Comunista de España, que luego acabarían en Comisiones Obreras y UGT.
Religión y política, al unísono, ejercían una férrea censura que con los años se fue suavizando y que, en algunos casos, las mentes inteligentes sorteaban con picaresca e ingenio. La moral y las “buenas costumbres” venían impuestas desde el “aparato” político-religioso y saltarse las normas era situarse en el blanco de una diana en la que, cuando menos, significaba que se era sujeto de actitud “sospechosa”. Para católicos practicantes, el asunto no revestía demasiada importancia, salvo en casos extremos. Pero, para los no creyentes, o no practicantes, en muchas ocasiones suponía tener que ampliar las tragaderas para “comulgar con ruedas de molino”. No resultaba fácil disociar lo religioso de otros aspectos de la vida. La “sombra del pecado” siempre estaba latente en nuestras vidas y la Iglesia existía para recordarnos cómo redimir nuestras “faltas”. Era la época de las misas en latín y de espalda a los feligreses, casi como metáfora del trasfondo de una cierta realidad social.
La Iglesia pareciera que se sentía en deuda con el franquismo; algo real y entendible, si consideramos que Franco acudió en su rescate de la barbarie frentepopulista, que había iniciado contra ella una política de ataque y exterminio, casi próximos a un auténtico genocidio. Así pues, en los límites del simbolismo litúrgico no era extraño contemplar, no sin perplejidad, el espectáculo del caudillo bajo palio y vestido de militar, como si todo hubiera sucedido por la gracia de Dios, tal como rezaba el lema en las monedas de la época.
Franco unió a las fuerzas vivas poniéndolas a sus órdenes. Iglesia, Falange, JONS (Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista), Ejército y Requetés. Como símbolo de esa adhesión, él mismo diseñó su propio uniforme y aparecía con boina roja de requeté, camisa azul de falangista y pantalón caqui del ejército. Una nueva metáfora del aglutinamiento de todo el estado bajo su vara de mando.
Pero, dejando aparte las consideraciones acerca del histrionismo y la parafernalia estatal, que tan bien casaban con el boato clerical, el franquismo tuvo como principal característica el haberse erigido en bastión anticomunista, pues después de haber ganado una guerra, el temor de los vencedores era que se produjera la indeseable infiltración de elementos del bando perdedor -enemigos, en definitiva- que pudieran atacar desde dentro al nuevo estado emergente tras la victoria en la contienda. El tándem iglesia-estado nacional, enfrentado al comunismo, dio lugar a que la Guerra Civil fuera calificada de "cruzada anticomunista".
Con frecuencia, se aludía como frente amenazante, al llamado “contubernio judeo-masónico”; expresión que a muchos contestatarios les resultaba harto hilarante, pero que, analizada con cierta distancia temporal, y constatada en los informes de la inteligencia del aparato franquista, no dejaba de tener cierto fundamento.
Un aspecto importante que conviene tener en cuenta es que la victoria de los nacionales en la Guerra Civil nunca se hubiera podido alcanzar sin el apoyo de una parte mayoritaria de la población, que clamaba ante el caos y descontrol en el que el gobierno republicano del Frente Popular y la Guerra Civil habían dejado inmersa a España.
Los primeros años del franquismo coincidieron con la II Guerra Mundial y, aunque Franco mantenía buenas relaciones con los gobiernos de la Italia fascista y de la Alemania nacionalsocialista, que le habían mostrado su apoyo durante la Guerra Civil, supo esquivar la participación directa de España en la contienda internacional. Entre los argumentos disuasorios, inasumibles por Alemania (entre los que estaban el escenario de devastación tras la guerra, el desgaste moral de la población, la precariedad de las infraestructuras viarias, o el diferente ancho de vía férrea), España jugó con habilidad la concesión a Hitler del envío, al frente ruso, de la División Azul (aunque, como nación, España se posicionaría como estado “no beligerante”). Estos "voluntarios", oficialmente, no partieron en “apoyo” de la Alemania nazi, sino que su consideración se anunció como vanguardia que contribuyera a frenar y combatir el avance de la Rusia comunista, que había apoyado en España al bando republicano.
El aparato propagandístico de la España de Franco se movía para consolidar el nuevo régimen, que a su llegada al poder se encontró con unas arcas vacías, por el saqueo del tesoro español que el gobierno socialista llevó a cabo en el Banco de España, y sin prácticamente recursos para pagar la enorme deuda de la contienda.
Italia y Alemania habían aportado ayudas militares, pero el apoyo realmente efectivo fue el que las compañías norteamericanas Caltex y Texaco prestaron en combustible, merced a la gestión de su representante en España, José Antonio Álvarez Alonso; una garantía sin la cual el ejército nacional difícilmente hubiera podido alcanzar sus objetivos.
En su defensa frente al comunismo, España se posicionaba claramente del lado norteamericano. Eran ya los primeros años de la Guerra Fría y a Estados Unidos le interesaba blindar con bases militares el flanco sur de Europa. En ese contexto, el acuerdo bilateral entre los gobiernos de Franco y Eisenhower (con Vernon Walters como intérprete de excepción) encontró el camino diáfano para una larga y fructífera relación, pues para Franco, políticamente, suponía disponer del mejor respaldo internacional, además de una garantía de estabilidad. La “ayuda americana” no fue, ni con mucho, similar a las del Plan Marshall, pero sí se hizo algo visible en algunos puntos. Fue el caso del envío de alimentos pasteurizados que se distribuían en colegios públicos, o a través del Ejército y de Cruz Roja Española. La parte correspondiente al ámbito militar fue, prácticamente toda, material de enésima mano ya utilizado en la IIGM.
Lo más importante de la “ayuda americana” no fue la parte económica sino la política; el apoyo moral y político que Franco recibía del país más poderoso del mundo. Interiormente, España se debatía entre la precariedad y una economía incipiente en la que oficialmente se pugnaba por crear las infraestructuras para su futuro desarrollo. Pronto se inició la creación de una amplia red de pantanos que en la actualidad suponen gran alivio a los acuciantes problemas de sequía.
El aislamiento de España debido a la II Guerra Mundial tuvo importantes secuelas y ralentizó su reconstrucción hasta bien pasados los años cincuenta. Pero, los sucesivos planes de desarrollo fueron creando un tejido industrial, con la nada desdeñable participación de un organismo clave, el Instituto Nacional de Industria (INI), y la eficiente gestión de una serie de ministros popularmente conocidos como los “tecnócratas” (con Gregorio López Bravo y Laureano López Rodó como nombres más representativos). Todo ello contribuyó poco a poco a ir poniendo España en el mapa, de nuevo. Pero, era mucho lo que había por hacer, y pocos los recursos. No obstante, la reconstrucción avanzaba y, aunque más lentamente de lo deseable, los resultados se iban viendo. Basta con repasar algunos ejemplos.
Una amplia obra social con la atención ambulatoria y hospitalaria como estandartes (que, desafortunadamente, fue llamada “18 de julio”, en conmemoración de la fecha del alzamiento nacional) proporcionaba asistencia sanitaria y seguridad médica a todos los trabajadores. Igualmente, el Plan Nacional de la Vivienda dio techo y ayudas para que miles de familias dispusieran de un hogar digno. Seguramente, dicho plan fue el más amplio y duradero que jamás haya tenido España en este ámbito. Aún pueden verse las placas identificativas en los edificios residenciales levantados a su amparo.
Por otra parte, el Instituto Nacional de Colonización, se ocupaba de la España rural, creando nuevos pueblos que paliaran la despoblación e impulsando el intento de racionalización y mejora de la producción agrícola. En este ámbito, se creó también el Servicio Nacional del Trigo.
Todos los pequeños avances de aquel régimen tenían su contrapunto en los recortes en materia de libertad de expresión, especialmente, en cuanto afectara al ámbito político. Salirse de la línea marcada por la “Revolución Nacional Sindicalista”, era sinónimo de cosechar problemas. El pensamiento único estaba totalmente instalado en todo el país, y las fuerzas vivas (Policía Armada, Guardia Civil y, en otro orden, Falange Española de las FET y de las JONS) se encargaban de su vigilancia y mantenimiento.
A través de la Falange, la mujer podía acceder tímidamente a la política desde la “Sección Femenina”, siempre y cuando fuera afecta al régimen. También el Frente de Juventudes y la Organización Juvenil Española eran las vías para que los más jóvenes accedieran a la Falange, y de ahí a la política. No obstante, en la FET, se produjeron señaladas disidencias que crearon serias tensiones con el aparato gubernamental, pero que, finalmente, el rodillo estatal eclipsó por completo. Por lo demás, si uno no se involucraba en contestar ese pensamiento, la vida cotidiana discurría dentro de una aparente “normalidad” que fue publicitada como “paz” con sucesivas campañas propagandísticas conmemorativas divulgadas “a bombo y platillo”. La gente no se metía en política y esa era la clave de su “tranquilidad”.
La base legislativa se encontraba en los Principios Fundamentales del Movimiento, el Fuero de los Españoles y el Fuero del Trabajo. De ella emanaban un buen número de derechos y obligaciones de los ciudadanos y una efectiva protección de los trabajadores, que pese a estar en un mismo sindicato (vertical) con empresarios, veían fuertemente defendidos sus derechos a través de los Enlaces Sindicales, Jurados de Empresa y de las Magistraturas de Trabajo, que ejercían de garantes. El despido libre era prácticamente inexistente, aunque no existía el derecho a la huelga, que era visto como un atentado contra el régimen. Una parte de la Constitución Española de 1978 parece inspirada en aquellas leyes.
Franco tenía una idea muy personal de la democracia, a la que denominó “democracia orgánica”; expresión que daría lugar a más de un chascarrillo. La representación a las Cortes Generales se ejercía a través de los Procuradores, que eran elegidos por las
vías familiar e institucional. De facto, no era tanto un sistema realmente tan supuestamente democrático, como de “libre designación”. No existían los partidos políticos (salvo el partido único), ni libertad de asociación. El sistema revestía las características de una dictatocracia, que se distinguía por el totalitarismo, lo cual en los primeros años fue bien recibido por una mayoría de población. En los años ‘60, aun cuando con algunos núcleos de contestación, España seguía siendo mayoritariamente conformista con aquel régimen. Y justo es reconocer que los gobiernos “tecnócratas” de la época, cuyos ministros tenían indiscutible talla política, lograron grandes avances en el ámbito económico.
Sin embargo, en las postrimerías del franquismo, un creciente sector de la población clamaba ya por el cambio político. El primer paso fue la apertura para que se crearan Asociaciones Políticas. A ello siguieron los partidos y, tras la muerte de Franco, la subsiguiente legalización de los que estaban en la clandestinidad.
El franquismo contó con personajes de gran capacidad, inteligencia y talla política, que pusieron los intereses de España por delante de todos los demás. Sirvan como ejemplo, las figuras de Torcuato Fernández Miranda, Adolfo Suárez, o Miguel Primo de Rivera. Sin ellos, no hubiera sido posible la transición. Su diseño de la Transición (de la Ley a la Ley), fue ratificado por las Cortes franquistas, que como se dice popularmente se hicieron el “harakiri” para hacer posible la democracia actual.
En definitiva, guste o no, tanto a unos como a otros, desaparecido Franco, el franquismo se extinguió; evolucionó a la democracia merced a leyes promulgadas por el propio régimen y sus seguidores. Esa es una realidad incuestionable. Durante el franquismo, España mantuvo una estabilidad y un primer impulso económico que fueron decisivos para el desarrollo definitivo alcanzado a lo largo de la Transición, con la madurez de la democracia, y con la plena integración en la Comunidad Europea.
Así pues, la Historia es la que es, y su análisis no puede ser hecho sin tener en cuenta el contexto social, político y económico del momento y lugar, tanto en el entorno nacional como en el internacional, así como las circunstancias concurrentes en cada instante. La Constitución Española de 1978 selló para la Historia el relato de los cuatro decenios precedentes; un periodo gris para unos y color pastel para otros, pero lo cierto es que sin ese periodo, la Historia se hubiera escrito de forma diferente y pese a los aspectos más deplorables de aquel régimen, nada apunta a que, con otros acontecimientos, el futuro de España hubiera podido ser mejor. En cualquier caso, se impone asumir nuestra Historia sin complejos ni rencores; mirando hacia adelante, y dejando a los difuntos yacer en paz. Aprender del pasado y abrazar la concordia es, pues, de imperiosa necesidad para que los episodios más tristes no tengan réplica en el presente ni en el futuro. A pesar de (o gracias a) las luces y sombras de los últimos dos siglos, España sigue siendo un gran país y los españoles un gran pueblo; tengámoslo en cuenta y no nos engañemos a nosotros mismos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario